La muerte malva

Garabateado por Urruela In | 0 opiniones»
“…Serás el próximo Señor de las tierras del valle, de los bosques, de las montañas y de las aguas que aquí nacen y serpentean hasta perderse, serás el Señor desde los salones de nuestra fortaleza hasta más allá de las extensas arenas por donde el sol renace cada día y hasta más allá del mar por donde muere cada noche. Serás Señor de los tuyos, aunque solo Tú lo conozcas, serás su escudo y su espada, aunque solo Tú lo sepas, y también serás Señor de un gran dolor. Ya es hora que leas y aprendas de las palabras de la Verdad Antigua…”

Esas fueron las últimas palabras que salieron de labios de su padre antes de morir hace apenas unas horas, esas fueron las últimas palabras que su padre escuchó del que fuera su padre, y así generación tras generación, hasta el primero de los suyos, y eso son más generaciones que dedos tiene un hombre juntas ambas manos. Un gran linaje con un lema que su padre repetía como una oración y rezaba que “El saber antiguo nos transformará y del verdadero mal nos protegerá”.

Ahora con los enemigos tan cerca, tanto que los escucha cómo registran las casas de los que en estos años han sido sus vecinos, desde que hace generaciones tuvieron que esconderse entre los suyos para escapar de sus enemigos. Tanto cambio de hogar en tan pocos años le hace difícil recordar el cuartucho donde escondían el Libro, el mismo Libro que tiene entre sus manos y que parece esconder la manera de vencer a quienes tanto daño hicieron a su familia y a su pueblo. La cabaña no era muy amplia, como tampoco lo era el armario que encerraba el cofre que como una coraza perfecta protegía el tesoro de la familia, lo que su padre llamaba el Libro de la Verdad Antigua. Recuerda cómo su padre hacía girar la extraña llave que abría el cofre y sacaba el Libro, en verdad un legajo de papeles, cosidos y recosidos varias veces unos a otros, para luego recitárselo en voz alta. Y así una y otra vez todos los días, pero jamás se lo leyó por completo, pues como decía su padre…

- La última página la deberás leer tú solo, una vez que yo ya no esté y sientas que es el momento oportuno de hacerlo… ¿Y cómo lo sabrás? No te preocupes mi pequeño… ¡Lo sabrás!

De repente, todas las emociones y sentimientos contenidos afloraron, las lágrimas se resbalaban por su cara y apenas le dejaban ver el manuscrito que tenía entre sus manos. Bien sabía ver que el momento de leer esta última página había llegado, tal vez por que cuando le encontraran sus enemigos escondido en el desván de la casa, no tendría otro momento.

Los usurpadores estaban más cerca, apenas a un par de cabañas, y sabía que su momento final estaba a punto de llegar, y eso le hizo recordar cómo comenzó todo, tal y como lo cuenta el “Libro de la Verdad Antigua” cuando su antepasado Girón, en el cuarto ciclo de la luna, se enfrentó en las puertas de su ciudad a la primera horda de los que luego se convirtieron en los peores enemigos que estas tierras han sufrido.

Los vigías de Girón vieron acercarse un gran contingente de hombres armados, y pronto le dieron aviso de ello, pero de poco más pudieron advertirle, pues era un ejército extraño, que viajaba a pie y que apenas hacían ruido, pese a vestir con grandes armaduras oscuras y llevar gran cantidad de armas, más oscuras que sus armaduras. Nada se adivinaba en ellos bajo sus cascos.

Girón ordenó cerrar las puertas de la ciudad y se dispuso a esperarlos desde el adarve de la muralla, y no esperó mucho pues el ejército viajaba tan rápido como si lo hiciera en una montura. Desde lo alto el señor les gritó que nada tenían que hacer en sus tierras y que, por el bien de todos, mejor harían si continuaban su camino. Pero Girón no esperaba lo que a continuación sucedió; le sorprendió que quien comandaba ese oscuro ejército fuese una mujer, y aunque no era como él, y muchos pudieran decir que tampoco era humana, a él le pareció la mujer más bella que jamás hubiera visto. Su cabello era oscuro, pero no negro, su piel era muy pálida y de tan pálida que era, parecía tener un tono malva, sus ojos eran igual de oscuros que su cabello, pero tampoco se podría decir cuál eran su color exacto. Su cuerpo se adivinaba fuerte bajo la armadura oscura y portaba una gran espada como si apenas le molestara. Y entonces habló, y ahí Girón supo que estaba derrotado.

El Señor creyó que de los mismos cielos le llegaba esa voz, con la promesa que de su mano ningún daño provocaría a esta ciudad si le abría sus puertas y permitía avituallarse. Le prometía ser generosa con quien lo fuese con ella, y Girón pensó mil y una maneras en las cuales complacerla. Así, como siempre fue y será por tradición, Girón hizo que jurase de voz y por letra que ningún daño provocaría a su pueblo. Ella, posando su mano en un pergamino, dejó grabado el contorno de su mano con un ligero color malva que parecía brillar. Y las puertas de la ciudad se abrieron.

La mujer jamás le mencionó su nombre, y a Girón no le importó. Pasaron los días, tantos como un ciclo de la luna, y durante ese tiempo el Señor se olvidó de su pueblo y solo tuvo atenciones para su invitada. Esta fue generosa con él, tal y como le prometió, hasta el momento en el cual le confirmó que debía marcharse, tan de repente como cuando se presentó ante las puertas de la ciudad.

Cuando por fin salió de entre las sábanas y miró a su alrededor, Girón vio un pueblo destrozado. Parecía que un ejército lo hubiera arrasado y eso es lo que pensó, y lo que le dijo a la mujer con la cual había compartido el lecho durante los últimos días y noches. Le escupió que ella había faltado a su promesa de no hacer ningún daño a su pueblo si los dejaba entrar y comprar vituallas… ¡Y había mentido!

La guerrera respondió sin sentirse ofendida, y con palabras apenas susurradas defendió que todo este daño nada tenía que ver con su ejército. Le habló que los siervos de Girón fueron codiciosos, y que el oro de sus hombres despertó la envidia del herrero que deseaba más dinero por vender sus armaduras y acusó al curtidor de hacer “pellejos” inútiles para un soldado, y el curtidor acusó al herrero de ser un ladrón y también al panadero de vender tanto y tan caro su pan a los extranjeros, que no iba a dejar harina para los vecinos para cuando llegara el invierno, y este acusó al posadero de lucrarse con el alojamiento de éstos, que apenas les dejaba dinero para comprar sus hogazas … Y así uno tras otro se acusaron primero, y después se atacaron, sin importarles ni la razón ni la justicia, por tanto, ella y los suyos, ninguna culpa han tenido salvo pagar con buen oro los servicios de estas gentes, y que han sido los propios vecinos quienes se han matado unos a otros.

Y mientras Girón miraba como si aquello solo fuese un mal sueño y todo se arreglaría al despertar, vio como su amante y sus tropas se marchaban, dejando una ciudad sumida en el caos y la miseria, pues la avaricia y la envidia hicieron que quien tenía pan lo vendiera por buen oro y el que tuvo vino no hizo menos. Así, de pan y vino hubo escasez, pero por igual de carne, legumbre y fruta… Hubo escasez de todo alimento y de otros bienes necesarios para la ciudad, no hubo aceites para las lámparas ni remedios para desinfectar las heridas, pues todo estaba en los petates de quienes con buen oro pagaron. La suciedad y la muerte atrajeron a las ratas, que campaban a sus anchas por las callejuelas de la ciudad, alimentándose de cadáveres y basuras. Y surgió la muerte, una muerte que arrasó con lo poco que quedaba. La enfermedad se presentaba trayendo el calor del fuego a la carne, palideciendo el color de la piel y en pocos días, la visión se nublaba hasta que llegaban los vómitos, un ciclo lunar de agonía finalmente traía la muerte. El cadáver siempre quedaba con un terrible rictus de dolor en su rostro, la piel pegada al hueso como si fuera un cuero teñido de malva… Y así fue como llegó la Muerte Malva.

Nada podía hacer Girón por su pueblo, se maldecía una y mil veces por no contagiarse y terminar como los suyos. Pero ése no era su destino. Su destino se acercó una noche en la que, como en tantas otras, tampoco pudo conciliar el sueño y entretenía las horas aferrado a un ardiente licor. Escuchó apenas un roce en su balcón y ya tenía su espada en la mano cuando la vio, allí, tranquila y mirándole. No parecía la mujer que conoció hacía apenas nueve lunas, parecía enferma como lo estaba su pueblo, y en sus brazos traía un bulto. La mujer no dijo nada, pero Girón supo qué había en ese bulto y no dudó. Lo cogió y protegió con su cuerpo, mientras levantaba la espada hacia su enemiga. Solo fue un movimiento, pero la cabeza de la mujer cayó al suelo antes que su cuerpo advirtiese que estaba muerto.

El Señor miró a la criatura, que afortunadamente se asemejaba completamente a él, que ningún rasgo tenía de su madre, y advirtió que sus pequeñas manos estaban ligeramente pálidas, casi malvas, aunque uno debía fijarse mucho para advertirlo. Pronto lo presentó como su hijo, y obvio que nadie dijo nada, pese a que no se le conocía mujer. Y todo el mundo lo aceptó como si fuera lo que se debía hacer, pues nadie discutía al Señor y en ello vieron una señal de esperanza, pues desde que la Muerte Malva llegó, no había nacido nadie en la comarca.

Girón se dedicó en cuerpo y alma a su hijo, y más cuando por azar se topó con la verdad al visitar a una de sus nodrizas por no haber acudido a amamantar al bebé. La encontró tendida en un camastro, había contraído la maldita enfermedad malva y emprendido el camino hacia la muerte. Asustado quiso alejarse para no exponer a su hijo, pero este comenzó a llorar, a sudar y sus manos se tornaron de un fuerte color malva en apenas un latido. El padre estaba aterrorizado, pues veía a su hijo contraer la enfermedad que nada le hacía a él; de súbito, el bebé sollozó y se arrebujó hasta dormirse. Y sorprendentemente, la nodriza abrió los ojos como si nada hubiese pasado y de una pesadilla se despertase.

El Señor supo que cometió un terrible error al matar a la madre, pues ella le había traído al hijo de ambos y con él la bendición para poder erradicar la enfermedad de su gente. Su muerte ya no tenía remedio y solo quedaba proteger a su hijo para que nada le pasara, para poder salvar así a su pueblo de la Muerte Malva. Debía proteger a su heredero y para ello dictó un sinfín de ordenanzas, muchas vanas y otras con escaso fundamento, pero entre todas ellas dispuso que en lo posible todo el mundo llevase guantes: pues era remedio fiable para derrotar a la Muerte Malva, y la única manera que pensó para ocultar el don de su hijo. Su pueblo le creyó, pues el Señor paseaba a diario entre ellos sin temor alguno, llevando siempre a su hijo en brazos sin temor al contagio, y milagrosamente, la enfermedad remitió de la ciudad y también de sus campos.

Varias lunas pasaron cuando vieron de nuevo a sus enemigos, y esta vez no solicitaron poder entrar en la ciudad. Simplemente se plantaron alrededor de la fortaleza y eso tranquilizó a Girón, pues no observó que transportaran catapultas, trabuquetes o arietes, no había torretas de asalto, tampoco sus vigías observaron a sus sitiadores practicar túneles para evitar las murallas por debajo y no portaban los bultos que indicarían que tenían vituallas para comenzar un largo asedio. Todo esto tranquilizó a Girón quién hizo que sus hombres aguardasen expectantes, mientras como cada noche, se dispuso a acostar a su hijo y narrarle las glorias de su familia.

Apenas había luna esa noche y los soldados de la fortaleza se sorprendieron cuando vieron a sus enemigos trepar las murallas como si fuesen arañas, y su grito de alarma sorprendió al resto de la ciudad. Las lanzas de los defensores picaban para evitar que los enemigos alcanzasen el adarve, pero se arriesgaban a ser atravesados por las flechas de los arqueros enemigos que protegían a los suyos. Cuando Girón llegó a la muralla, la lucha era encarnizada pero sus hombres lograban evitar que los asaltantes burlaran la defensa, y con los nuevos refuerzos que llegaban desde la fortaleza a las murallas el ataque estaba condenado al fracaso. La verdad fue muy distinta, pues piedra a piedra los invasores iban alcanzando las posiciones más altas y, finalmente, Girón tuvo que ordenar a sus hombres replegarse hacia el interior de la ciudad para luchar como un ejército en llano, pues ahí pensaba que podía dar la vuelta a la situación.

La enorme plaza de la ciudad fue el lugar escogido donde el Señor ocupó el mejor lugar para reorganizar a sus hombres y combatir a sus enemigos, pues era una posición un poco más alta y el sol lo tendrían a la espalda hasta más allá del mediodía. Los enemigos llegaron a la amplia plaza y se dispusieron en un extraño orden, que a Girón le pareció un enorme error táctico debido al caos y la separación entre los guerreros de sus líneas.

Girón observó a sus enemigos empuñar sus pequeños venablos y prepararse para arrojarlos, pero sabía que la distancia era excesiva hasta para el mejor de sus hombres, y se mostró tranquilo. Los venablos se elevaron altos y contrariamente a lo esperado, con un silbido mortal se dejaron caer sobre el ejército de Girón, que sorprendido fue diezmado por las lanzas de sus enemigos. Para evitar ser acribillados sin dar respuesta, no tuvo otro remedio que ordenar a sus hombres contra los invasores: con los escudos altos y las lanzas asomando por delante, que eran la representación del odio de sus portadores, arrollaron la primera línea de sus enemigos y después la segunda, empapando la tierra de sangre. El chocar de los metales, el quebrar de los escudos y los gritos, ya fueran de ira o de dolor, desgarraron el aire ensordeciendo y estremeciendo a quienes allí peleaban por su vida.

La lucha era encarnizada a cada paso, los hombres de la ciudad avanzaban palmo a palmo, quebrando y adentrándose entre las líneas de sus enemigos, y aún así, el Señor de la fortaleza sabía que estaba derrotado. Lo sabía no por analizar la lucha que acaecía en la plaza de su ciudad u observar el avance disciplinado de sus tropas. No fue nada de eso. Simplemente, de lo más hondo de su alma brotó la convicción de la inevitable derrota de los suyos, y la aniquilación de todo lo que le era querido.

Girón embrazó su escudo, alentó a sus hombres para que cargaran con renovados bríos, volteó la espada por encima de su cabeza, gritando estruendosamente: ¡A la carga! Aunque su corazón le susurraba ¡A la muerte!

 Y sus hombres, envalentonados por su Señor… ¡Se lanzaron a la muerte!

Los que observaban desde lo alto de la fortaleza vieron a sus compañeros luchando con desesperación, penetrando entre sus enemigos como lo hiciese un cuchillo caliente cuando corta el queso, avanzando y alargando sus líneas, avanzando y estrechando sus columnas… ¡Matando sin descanso! El día avanzaba y el cansancio hacía mella en los desesperados brazos de los soldados de Girón, que apenas conservaban ya sus fuerzas y no golpeaban salvo que fuera necesario, limitándose a repeler a sus enemigos. Y todos se dieron cuenta. Habían luchado con valor, quitando la vida a muchos enemigos y avanzado entre ellos, pero al igual que el cuchillo caliente corta el queso, una vez se enfría queda atrapado, eso fue lo que sucedió. La trampa se cerró y la horda de armaduras oscuras rehizo su formación, recuperando el terreno perdido, cortando, troceando y mutilando con sus afiladas espadas a los hombres de la fortaleza. Antes de llegar el ocaso, solo los invasores permanecían en pie: todos los defensores de la ciudad habían sido masacrados en las murallas o en la plaza.

¿Todos? Todos no. El Señor se deslizó entre los suyos cuando sintió la batalla perdida, se arrastró y ocultó hasta llegar a la puerta de entrada de la su fortaleza, allí los guardias de la barbacana le vieron tropezar, levantarse y atravesar el patio de armas hasta llegar a la torre del homenaje. Con las últimas fuerzas que le quedaban trepó los escalones hasta llegar al dormitorio de su hijo, donde este dormitaba en el regazo de su nodriza. Se lo quitó de los brazos y la mandó fuera de las estancias, pues deseaba estar solo cuando deslizase los estantes que ocultaban un pasadizo. El final de su recorrido les conduciría más allá de unas colinas próximas a la fortaleza, muy cerca de los rompientes en que las oscuras aguas se batían contra la costa.

Hasta allí llegó el Señor con su hijo en brazos, ambos empapados y helados por el agua del mar, pero Girón lo tenía previsto y del hatillo que había preparado sacó ropas secas y de aspecto humilde, que harían que nadie se fijase en ellos mientras huían de la zona.

Los años iban pasando con más penas que glorias, y los invasores a los que despectivamente llamaban la horda malva, se apoderaron de la fortaleza y de la ciudad, sumieron a todos los que sobrevivieron en una esclavitud sin cadenas, pero no por ello menos opresiva, y desvelaron cual fue desde el principio su verdadero propósito. Entre su raza, las mujeres eran un bien muy escaso y por ello gozaban de una posición de gran privilegio, pero de la unión entre ellos, cuando raramente había suerte, siempre engendraban mujeres. Por este motivo invadían y conquistaban pueblos, con el único propósito de utilizar a sus hembras para concebir a sus nuevos vástagos, que como parásitos solo usaban a la mujer como medio necesario para nacer, pues no heredaban ningún rasgo de la raza que los hospedaba.

Girón decidió internarse en las zonas deshabitadas, buscando el sustento de la caza y de lo que pudiera forrajear en las tierras más abruptas, escondiéndose tanto de los usurpadores como de su propia gente. La única manera de luchar contra sus enemigos era plasmando todo lo que averiguaba de ellos en papel, sumando conocimientos y secretos que los hicieran más débiles, pues sabía que su único legado iba a ser eso, que sus títulos y tierras ya solo eran un recuerdo. Buscó relacionarse con los nuevos siervos de la fortaleza, pues eran los que mejor podían escuchar las conversaciones entre los propios invasores y de los rumores, dedujo que su hijo era un desafío a la naturaleza de estos, pues sus mujeres no podían concebir de la unión con otras razas, y mucho menos alumbrar a un varón. Todo lo sucedido era una gran burla a lo que debía ser o siempre había sido… Y por desgracia, él y los suyos habían sido las víctimas de esta broma de la fortuna.

El tiempo pasó y el pequeño se convirtió en un muchacho, con un arraigado odio por los invasores que crecía cada día y que Girón le enseñaba a controlar, a la par que en secreto le adiestraba en el uso de las armas, de la historia de su familia, de los usos y costumbres de la nobleza, pues si algún día recuperaba lo que por derecho era suyo, debía saber como gobernar a su pueblo. Todo esto lo hacía el viejo Señor mientras escribía con pulso vacilante la Verdad Antigua, y cosía con poca destreza un nuevo blasón para su familia, abandonando las colores rojos y dorados, las cintas, las coronas, los escudos y las espadas, por un blasón malva con un libro en su centro, y con unas palabras que debían desvelar el sino de su familia: “El saber antiguo nos transformará y del verdadero mal nos protegerá”.
Los años se sucedieron, y la gente se olvidó del aspecto de su Señor, así comenzó a involucrarse más en el día a día de los suyos, a veces viviendo como cazadores, otras de pastores por un jornal, otras era empleado como escriba para quien lo precisase y las más, dedicándose a cualquier oficio que le pudiera dar sustento. De tanto en cuanto, Girón y su hijo emboscaban a alguno de sus enemigos y lo hacían desaparecer, no por mejorar la situación de los suyos sino por la satisfacción que proporcionaba esa pequeña venganza. En ese tiempo, el destino se retorció un poco más, y aunque nadie recordaba las miserias de la Muerte Malva, o no deseaba recordarlas, esta regresó. Lo hizo con más virulencia, con más rabia que en el pasado, pero esta vez solo hizo mella en los conquistadores, que enfermaban de manera dolorosa y rápida, de manera que en apenas dos noches la Muerte Malva se los había llevado.

Por fin, los invasores conocieron lo que era el miedo y se encerraron en la fortaleza, saliendo de allí tan solo para satisfacer las necesidades más básicas, como avituallarse y buscar hembras con las cuales seguir creando más de los suyos. Así, aprovechando esta debilidad, el pueblo se fue alejando de la fortaleza y escondiéndose en los bosques y tierras vecinas, albergando la esperanza de alejarse de la maldita Muerte Malva y de quienes eran peor que esta. El paso del tiempo hizo que la antigua ciudad y la gran fortaleza se sumieran en las ruinas y las sombras, pues ya nadie reparaba las goteras de los tejados, remozaba los viejos muros o cuidaba de mantener los pozos salubres.

Bien pudieran haber muerto por su propia desidia o falta de iniciativa, pero la suerte se volvía otra vez de su lado cuando un nuevo grupo llegó a la zona. Eran apenas un puñado, pero con ellos viajaba una mujer de cabello muy corto y oscuro, de ojos casi negros y con la piel más pálida que la madre de su hijo, pero aun así, a Girón le recordó terriblemente a esta, pero bien sabía que no podía ser. Como si fuese la reina de una colmena, reorganizó a los usurpadores, les dio nuevos bríos y una nueva motivación surgió entre ellos, pues solo los mejores podrían aparearse con ella.

Los invasores cambiaron su estrategia y ahora salían en pequeñas partidas para rastrear los bosques, encontrar y saquear los poblados cercanos, robándoles las provisiones y esclavizando a sus habitantes, pues necesitaban de ellos para que hicieran los trabajos que los usurpadores no querían o no sabían hacer en la fortaleza. Además, su señora sabía que debía conseguir más hembras a las que “infectar” con la semilla de los suyos, pues era labor que no podían dejar de hacer si no deseaban consumirse y desaparecer.

Llegó el tiempo en que la salud de Girón se quebró. Cuando apenas le quedaban fuerzas para despedirse de esta vida, le hizo jurar a su hijo que no cejaría en luchar para liberar a su pueblo de los invasores y continuaría escribiendo el Libro de la Verdad Antigua, para que nadie de su estirpe olvidara la traición que sufrieron y aprendieran los modos de acabar con los usurpadores de todo lo que les pertenecía por derecho. Y así lo hizo, y su hijo y el hijo de este, y así hasta nuestros días, donde nadie parece recordar lo que sucedió hace ya demasiadas generaciones.

Ahora solo quedaba él.

Él era el último de los herederos, y ya no tenía más tiempo, los recuerdos del pasado le estaban robando el tiempo de su futuro. Ya escuchaba como golpeaban la puerta de su casa, los cerrojos no les iban a retrasar demasiado tiempo. Tal vez se demorasen el tiempo que necesitaba para desvelar esta última página.

Sabía o al menos esperaba, que en esa última página todo tuviera un fin y un propósito, y como decía su padre, la Verdad Antigua le daría la mano para desvelarlo. Una última página. Una última línea. Todo tendría un propósito.

Todo.

Nada.

La sorpresa se marcó en su rostro, pues la página solo mostraba una brillante mancha malva en forma de mano. Ningún renglón escrito. Nada. Repasó la página con la palma de su mano, escrutando cada rasgo del papel, como si de ello debiera desprenderse algún conocimiento oculto, sin comprender en que forma pudiera transmitirse la última gran verdad que su padre le profetizó. Nada.

Cerró el Libro con la desesperación que provoca el miedo, pues ya escuchaba los pasos de sus enemigos subiendo por las escaleras. Escuchaba como registraban cada cuarto de la casa…

El tiempo se había acabado. La puerta del desván se quebró en mil astillas y los invasores cruzaron el umbral. Se levantó con el orgullo que les quedaba a los de su linaje, y con la determinación de quien sabe que no hay más tiempo que el instante que transcurre entre un latido y el siguiente.

Un latido.

De su alma emergió la ira, ya no quedaba sitio para el miedo, ni la pena, ni la autocompasión… Solo brotó la ira, pura y poderosa, con una fuerza jamás imaginada por él, y tras esa primera oleada de furor, otra llegó más intensa, y la siguiente más aun…

Su mano palpitó con el siguiente latido.

Como en el mar, las olas dejaron paso a la calma, una calma traicionera que parecía ralentizar cada latido. Primero sus dedos y luego toda la mano, comenzó a temblar.

Un latido más que parecía engañar al tiempo.

Los soldados avanzaban con la satisfacción en el rostro y sus armas prestas a dar muerte. Solo duró un instante. El tiempo que les llevó darse cuenta que estaban muertos.

El siguiente latido apenas lo sintió, pues era un latido que traía la muerte.

Los dedos le brillaban con un intenso color malva… El intenso color de la Muerte Malva que arrodilló a sus enemigos, con los sentidos nublados y los vómitos incontenibles que les llevaban a la inconsciencia… La piel de sus enemigos se tornaba malva mientras se amoldaba a cada hueso de su rostro y la vida les abandonaba.

Y el último latido le hizo comprender.

Encontró la verdad en las palabras que su padre repetía, que la Verdad Antigua le daría la mano… ¡La mano de la Muerte Malva!


Aunque debiera haberlo dicho al principio, he considerado que era mejor que quien llegase hasta aquí, antes leyese este pequeño relato.

Corría el año 2012 y por iniciativa de Ludotecnia, y en concreto por parte del señor Tellaetxe, unió a escritores como Ricard Ibañez con noveles como yo mismo, para escribir unos relatos que formarían parte de un libro llamado "El viento que susurra en la colina". 

La intención era que las ventas de estos libros irían destinadas a la gente de "La marca del Este", que habían sufrido unas inundaciones que comprometían su labor de creación y publicación de juegos.

Bueno... pues por alguna razón el libro no se publicó... jamás pregunté el motivo y tampoco hacía falta hacerlo... y tras un tiempo, he creído que al menos para mi, merecía la pena colgar el relato.

Esperamos que os guste.